Actualidad Equipo EduCaixa - 23/09/2015

Humanismo y antihumanismo

Gregorio Luri, doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona y licenciado en Ciencias de la Educación, reflexiona sobre la necesidad de las Humanidades en la educación de nuestros jóvenes.


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¿Qué es, entonces, el humanismo?

 

No tengo claro qué es, exactamente, lo que hoy entendemos por humanismo. A veces me parece ver una especie de etiqueta que serviría para legitimar la ignorancia en matemáticas y en ciencias, como si un barniz de cultura literaria, conocimientos sumarios de historia del arte y una defensa numantina de la letra impresa pudiera compensar el analfabetismo en ciencias. En este humanismo perezoso no se reconocería ningún gran humanista clásico. Una persona con la curiosidad amputada no es un humanista.

 

Otras veces creo intuir que lo que impulsa a algunos a defender el humanismo no es exactamente el amor a las humanidades, sino el miedo al antihumanismo o, con más frecuencia, la inseguridad ante la cada vez más pujante cultura de la eficiencia, que en la educación ha adquirido la forma de una cultura acrítica de la competencia que no deja ningún espacio al mero disfrute del saber por el saber. La eficiencia y la tolerancia se han convertido en las dos grandes virtudes postmodernas. El tipo de hombre que parece más digno de admiración es el productor eficiente que, además, es un ciudadano tolerante.

 

Pero ocurre que ese productor eficiente sabe ya que, para según qué tareas, es mucho menos eficiente que nuestras máquinas. Si para los antiguos el hombre era la medida de todas las cosas, el hombre actual es cada vez más aquello que las máquinas dicen que es. Vayan al médico y lo comprobarán. Así pues, los que usan el humanismo como una manera cómoda de designar un cierto valor asociado a lo humano que supuestamente debe defenderse, tienen un problema grave, dado que para definir hoy lo humano cada vez es más imprescindible la precisión de una máquina.

 

Es fácil reconocer también en algunas proclamas humanistas un grito de auxilio a la sociedad cuando nosotros, "los humanistas", sentimos peligrar nuestro puesto de trabajo. La verdad es que veo a muy pocos humanistas defendiendo el amor al saber riguroso y realizando una crítica seria de la beatería que con frecuencia se nos presenta como "educación". Y hay abundantes motivos para la protesta.

 

El pensamiento riguroso tiene hoy muchos menos defensores que el "pensamiento crítico", a pesar de que, con toda evidencia solemos reservar el nombre de pensamiento crítico a aquel pensamiento que coincide con el nuestro. La opinión es infinitamente más estimulada que el razonamiento lógico. La creatividad es defendida sin complejos por ignorantes que no saben 'hacer la o con un canuto' y que viven de repetir vaciedades en defensa de la creatividad. ¿Acaso un ignorante puede ser creativo?

 

Las facultades de pedagogía lanzan todo tipo de críticas contra la figura del maestro-transmisor, porque hoy lo moderno el pensamiento autoconstruido. ¡Como si un niño con limitados recursos lingüísticos pudiera reconstruir autónomamente la completa historia de la ciencia! ¿Es que el conocimiento tiene alguna propiedad que le impida ser transmitido?

 

Reconozcámoslo: Lo que defendemos bajo el nombre de "humanismo" es una cultura blanda que se suele conformar con disfrutar bellezas fáciles (al fin y al cabo, si los clásicos nos resultan hoy difíciles, la culpa no es suya), participar en clubs de lectura y hacer turismo cultural a las tumbas de los clásicos, ignorando que una de las imágenes más desoladores del siglo XX es la de Goebbels llevando flores a la tumba de Goethe.

 

Si no somos humanistas por convicción, sino por defecto (por miedo al antihumanismo), nuestro humanismo no es, en el fondo, más que un anti-antihumanismo. Y entonces, reconozcámoslo, ya hemos perdido la batalla.

 

¿Qué es, entonces, el humanismo?

 

Lo caracterizaré por los siguientes rasgos. El humanismo es el aprecio del saber riguroso y, especialmente, de la palabra precisa. El humanista busca, en última instancia, proporcionarle a su alma experiencias de orden, precisión y límite, siguiendo el precepto socrático que nos animaba a cuidar de nosotros mismos. Es también el cultivo de la lectura lenta que, por otra parte, ha sido tradicionalmente el instrumento privilegiado de educación de la atención.

 

El humanismo es un combate permanente contra la vulgaridad que llevamos adherida al alma. La palabra "humanitas" traduce la "paideia" griega, que es el proyecto de educar de acuerdo con las posibilidades más altas de cada uno (y no con los conocimientos mínimos comunes). Permanecer en un estado de letargo intelectual por desconocimiento de lo que podemos llegar a ser significa mutilar nuestra existencia. Recordemos a Horacio: "naturam expelles furca, tamen usque recurret": la vulgaridad siempre está llamando a nuestra puerta.

 

El humanista ejercita sus virtudes intelectuales. Estamos tan imbuidos de la ideología de los valores, que hemos relegado a la venerable virtud al trastero de la historia. Pero al obrar así hemos relegado, junto a las antiguas virtudes Morales, las no menos venerables virtudes intelectuales. El precio a pagar por esta relegación es la obligación que siente el profesor de estar continuamente motivando a sus alumnos, como si estos no tuvieran ninguna responsabilidad moral en su propia motivación. Y, a pesar de todo, los adolescentes actuales, que tienen más condiciones materiales para aprender que las que ha tenido ninguna generación en la historia, se niegan con frecuencia a estudiar.

 

El humanista siente un profundo agradecimiento hacia los gigantes en cuyos hombros va subido. Newton se lo decía de esta manera a Robert Hooke: "Si he podido ver más lejos que los demás, solamente es porque me encuentro sobre los hombros de gigantes." El humanista está deseoso de aprovechar la perspectiva sobre el mundo que le proporcionan los gigantes para más allá de su horizonte espontáneo. Los gigantes a cuyas espaldas vamos no son autistas, sino que mantienen un dialogo permanente con los otros gigantes. La cultura occidental es exactamente este dialogo. No tenemos ningún libro sagrado. Lo único que tenemos sagrado es este diálogo. Ser sordo al mismo es, simple y llanamente, ser un extranjero en la propia cultura.

 

El humanista está convencido de que existen permanencias en lo humano. Es decir, que el hombre no se deja comprender cabalmente como una mera construcción histórica. ¿Cómo no ha de haber permanencias si somos capaces de emocionarnos con un poema de Safo? El humanista no se deja dominar por la mitología de la innovación, entre otras cosas porque sabe que a lo largo de su vida se ha cambiado varias veces de teléfono móvil, pero sigue con la misma Iliada en la estantería.

 

El humanista observa con perplejidad cómo las antiguas categorías de bueno/malo, han sido sustituidas en la conciencia espontánea de muchos educadores por las de innovador/antiguo. Contempla cómo el dogmatismo innovador se ha convertido en nuestra fe, como la innovación es omnipotente, omnipresente y omnisciente. El humanista sonríe porque sabe que se ha apropiado de los atributos de los antiguos dioses. El humanista se niega hacer de la historia el criterio valorador de la moral. No renuncia a encontrar un criterio moral que sirva para juzgar a la historia.

 

El humanista sabe, y solo lo sabe él, que la respuesta a la pregunta "¿Qué es el hombre?" no se encuentra en los huesos de Atapuerca, sino en los fines que le permiten al hombre librarse de la vulgaridad. Por eso sabe también que es esencial ofrecer a nuestros jóvenes motivos de estudio que trasciendan los huesos de Atapuerca.

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